Buenos días, Avilés. Buenos días en esta hermosa mañana de
primavera a la que la impaciencia porque comience la fiesta ha hecho llegar una
hora antes.
Hace exactamente medio siglo, en
1963, un niño caminaba bajo los soportales de esta misma plaza camino del Instituto
Carreño Miranda, en el Carbayedo. Venía a pie, como todas las mañanas, desde su
casa en el Fondo de Valliniello. Un compañero se le acercó corriendo y le dio
la noticia: “¡Han matado a Kennedy! ¡Han matado a Kennedy!”
Ese fue mi primer encuentro con la
gran historia, con la turbia historia del mundo. Cuántas cosas han pasado desde
aquella mañana de hace cincuenta años. En España gobernaba un dictador, aún parecía
no haber terminado la guerra civil, se iba a la cárcel por decir lo que se
pensaba, había libros prohibidos, los hombres tenían derechos que a las mujeres
se les negaban desde la noche de los tiempos.
Pero en aquel país en blanco y
negro Avilés era un lugar de acogida y esperanza, un lugar en el que gentes
venidas de las más diversas regiones podían empezar a construir, con tanta
ilusión como esfuerzo, un futuro mejor para ellos y sus hijos. Muchos lo
encontraron y sin dejar de ser andaluces, leoneses, extremeños fueron ya
también avilesinos para siempre por la mejor de las razones: la gratitud y el amor.
Unos pocos pasos, el ancho de
esta plaza, separan al niño de hace medio siglo del hombre que ahora os habla.
El eco de distantes disparos me sacó a mí de la infancia, “ese extraño país
donde todo sucede de manera distinta”, me hizo ser consciente de que todos
somos parte de una misma familia, de que nada sucede tan lejos que no pase
también en nuestra propia casa.
El corazón de Avilés y el corazón
del mundo palpitan en esta plaza del Parche, todo resuena en ella, todo alcanza
en ella su eco mejor. Seis calles, seis incesantes arterias, la llenan de vida.
Las calles de la Fruta y la Ferrería atraviesan el
primitivo recinto amurallado, la laboriosa villa, acurrucada junto a la ría,
que ya ofrecía prosperidad y futuro a quienes venían de fuera al amparo de su regio
Fuero.
La calle
serpenteante de Rivero, con su fuente y su capilla y los frailes del convento
de San Francisco, era el camino de Oviedo; la de Galiana, con sus dos caras, la
de anchos soportales y la de señoriales casonas, llevaba hacia el este, hacia
el cercano Grado y hacia la lejana Francia.
La calle de
la Cámara quiso
ser nuestra Gran Vía, el eje de expansión de la ciudad, llena de nuevos
comercios y con el telón catedralicio del nuevo templo de Sabugo al fondo.
Y la otra
calle que nos queda, la de Ruy Gómez, hubo un tiempo distante en que llevaba a
la cárcel, pero ahora es el camino más corto al prodigioso espacio del Centro
Niemeyer, nuestra blanca tarjeta de visita entre la ría y las altas chimeneas
de la antigua Ensidesa, la imagen mejor del Avilés del siglo XXI.
Seis calles
que traen la bullente vida de la vieja villa y de sus barrios –Versalles, La Luz , La Magdalena , La Carriona …– a esta plaza
del Parche, centro de mi mundo, como del de tantos de vosotros, centro también
del universo mundo, esa esfera infinita que tiene su centro en cualquier parte
donde exista alguien capaz de levantar los ojos y admirarse ante la inmensidad
del cielo estrellado y la belleza de cada amanecer.
A pocos pasos de aquí, en la
calle Jovellanos, se encuentra el antiguo local de la Biblioteca Pública ,
que fue mi deslumbrante gruta del tesoro, una felicidad que no se agota nunca.
La había
fundado un poeta, Luis Lumen, asesinado luego en la locura fraticida de la
guerra civil. Pero su legado no pudieron matarlo, aunque lo intentaran, y ahí
sigue, lleno de luz y de lectores, junto al verdor intacto del parque Ferrera.
Tampoco pudieron acabar con sus versos sencillos y memorables como los de otro
héroe, el cubano José Martí: “¡Qué tristeza tan honda ser artista y ser pobre!
/ Tener el alma llena de luz y de armonía, / y ver que va la vida cambiando la
alegría / de los sueños azules por monedas de cobre!”
La mención
de un poeta me lleva a otro, el ovetense Víctor Botas, que aquí y en la cercana
Salinas pasó buena parte de los felices días de verano y aquí –-para él “un
lugar mágico”– se hizo poeta en las tertulias de los años setenta y ochenta: “Avilés,
Avilés, Avilés… –rememora en sus memorias con el lenguaje de la melancolía–.El
tranvía con jardinera, Espolita, Galé, las funciones en el Palacio Valdés, Quo vadis? en el cine Marta y María, las
tardes en la playa de San Balandrán…”
El cine Marta y María sigue ahí,
en el palacio de los Llano Ponte, todavía resonante de magia. Y frente a él una
placa señala la casa en que pasó su infancia Armando Palacio Valdés, el
novelista que le dio nombre y que aconsejaba administrar una buenas dosis de
Avilés, a los enfermos de tristeza, como la mejor medicina.
“En las
palabras de amor / sienta bien su poquito / de exageración”, escribió Antonio
Machado. Pero para expresar su amor a Avilés no necesitaba Palacio Valdés
recurrir a ninguna exageración, como tampoco lo necesita el niño que llegó a
ella, desde un pueblo extremeño, hace más de medio siglo y que ahora ha
recibido el mejor premio, el más alto honor que a un enamorado de Avilés se le
pueda conceder.
Avilés es
para mí don José Ramón, el maestro de la escuela del Fondo de Valliniello que
me puso en el camino en el que todavía estoy y a quien me gustaría parecerme;
es Sara Suárez Solis, mi profesora de literatura en el Carreño Miranda, que me
regaló, además de tantas otras cosas, un poema de Li Po que me acompaña
siempre; es Ana de Valle, con sus gruesas gafas y su inagotable juventud y su fervor
por los versos…
Es el parque de Ferrera, ahora y antes
de estar abierto a todos, ese inmenso recinto arbolado y secreto donde
cualquier aventura era posible y cuyos altos muros en la calleja del Marqués,
mi camino diario hacia el Instituto, solo se atrevían a saltar los escolares
más atrevidos.
Es el paseo de la ría, el sueño adolescente
de embarcarse, de huir lejos, de recorrer mundo, un sueño que el adulto pudo
llevar a cabo para descubrir que lo mejor del viaje no es la meta sino el
camino que lleva hasta ella, y que la meta más deseable y más distante –a la
que se llega después de dar la vuelta al mundo– es precisamente el punto de
partida.
Avilés son también los palacios
barrocos; las acogedoras calles con soportales; el puente Azud y el viejo
puente de San Sebastián renacido con los colores del arco iris; la alegría
infantil de los tiovivos y las tómbolas de las Meanas; el quiosco del parque
del Muelle con sus músicas de otro tiempo y su perpetua luz de domingo; la
colorista y secular algarabía de los lunes en La Plaza.
Cuenta el
mito que hace miles de años, cuando el tiempo acababa de inventarse, siempre
era primavera y el mundo un perpetuo jardín. Pero un aciago día, Hades, señor
de los infiernos, se enamoró de la joven Perséfone, hija de la diosa de la Tierra , y se la llevó a su
reino subterráneo. La tristeza de la madre agostó los campos, que se quedaron
yermos y nunca más volvieron a florecer.
Nunca más
hasta que el dios de los cielos y el dios de los infiernos llegaron a un
acuerdo. Cada año, por el mes de marzo, Perséfone tendría permiso para regresar
a la superficie y ver la luz del sol. La alegría de su madre hizo que todo
reverdeciera de nuevo.
El regreso
de Perséfone, la llegada de la primavera, es lo que celebramos con estas
fiestas de Pascua, que antes de ser cristianas fueron paganas y que nos hablan
del tiempo cíclico de la naturaleza, con su continuo morir y renacer, frente al
tiempo linear del hombre.
“La primavera
se viene / la primavera se va / y nosotros nos iremos / y no volveremos más”,
podríamos decir parafraseando la sentenciosa cancioncilla popular.
Pero ahora
estamos aquí, somos el centro de tanto alrededor, la conciencia del universo,
las manos y los ojos de los que ya no están pero siguen latiendo en nuestro
corazón.
Hace medio
siglo yo caminaba bajo los arcos de ahí enfrente camino del instituto Carreño
Miranda donde una profesora me dictaba unos versos que no he olvidado nunca y
que quiero repetir aquí. Los escribió hace muchos siglos el más grande de los
poetas chinos, Li Po, del que se cuenta que murió tratando de coger con las
manos la luna reflejada en las aguas de un lago. Dicen así:
¿Cuánto podrá durar para nosotros
el disfrute del oro, la posesión
del jade?
Cien años cuanto más, ese es el
término
de la esperanza máxima.
Vivir y morir luego, he aquí la
sola
seguridad del hombre.
Escuchad, allá lejos,
bajo los rayos de la luna,
al mono acurrucado y solo
llorar sobre las tumbas…
Y ahora llenad mi copa, es el
momento
de vaciarla de un trago.
Sí, que llenen mi copa, que
llenen nuestras copas. Es el momento de vaciarlas de un trago, de que comience
la fiesta. Es el momento de olvidar por unas horas, aunque resulte difícil, la
pertinaz letanía de crisis y paro y corrupción, de recuperar fuerzas para
seguir luchando. Es el momento de olvidar que el tiempo, que ni vuelve ni
tropieza, camina con pies ligeros y solo unos pocos pasos, el ancho de esta
plaza, separan al inquieto niño que fuimos del anciano en que nos convertiremos.
Es el momento de celebrar que el Dios cristiano y la pagana Perséfone han
resucitado y el mundo vuelve a florecer.
Carpe diem, Avilés. Porque del
mañana no hay certeza, nunca la ha habido, llena bien tu copa y apura estos
días de fiesta hasta la última gota.
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